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Gabriel García Márquez.
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La "Santa Marta silenciosa" que conoció Gabo hace 70 años

El fallecido Nobel escribió las impresiones que le dejó la ciudad en las columnas que publicaba en El Heraldo firmando como Septimus, en 1950.

En marzo de 1950, el joven periodista Gabriel García Márquez, que por aquella época tenía 23 años, visitó la ciudad de Santa Marta, y días después publicó en su espacio editorial denominado 'La Jirafa', que firmaba en el diario El Heraldo con el seudónimo de Septimus, las impresiones que le dejó esta ciudad.

Seguimiento.co encontró en los archivos de las jirafas de Gabo la que el entonces futuro Nóbel le dedicó entonces a Santa Marta. En esta oportunidad, Gabriel García Márquez habló de la capital del Magdalena como la ciudad más "silenciosa" que había visitado.

Marzo de 1950
La Jirafa, por Séptimus; El Heraldo Barranquilla


VISITA A SANTA MARTA

Una grata invitación me mantuvo alejado por algunos días de estos agradabilísimos predios. Afortunadamente estuve en una ciudad –Santa Marta– donde cada piedra centenaria, cada monumento, cada instante de la hermosa bahía es un motivo para seguir dándole vueltas a este diario molinillo de impresiones. Por allá me dijo alguien –alguien que, según entiendo, comete versos– que con las ciudades, como con las mujeres, sólo debemos arriesgarnos cuando hemos llegado a la mayor edad. Eso está bien, aunque no guarde ninguna relación con esta nota y aunque realmente me sienta satisfecho de haber corrido el riesgo de conocer a Santa Marta a una edad en que las experiencias empiezan a tener ya ciertos ribetes de escarmiento.

La verdad es que Santa Marta es una ciudad desconcertantemente silenciosa. Quizá la más silenciosa que haya conocido sin exceptuar a Tunja, Popayán, Cartagena, Mompós, y a todos esos pueblecitos coloniales del interior de la república donde el visitante tiene motivos suficientes que preguntarse si es realmente una persona viva o un fantasma. Tunja y Popayán, ciudades sin mar, tienen más de monasterio deshabitado que de predios urbanos. Cartagena, encrucijada portuaria, se ha visto en la necesidad de ser una ciudad moderna a pesar de su arraigada vanidad de monumento colonial, lo que ha hecho de ella una ciudad estrecha, apretada, como una novela con ambiente del XVII, cuyos protagonistas tuvieran, sin embargo, la mentalidad de la época actual. Santa Marta, en cambio, tiene un ambiente que parece vivir todavía en el siglo pasado a pesar de que su aspecto arquitectónico no conserva la preocupación colonial de Tunja, Popayán o Cartagena.

Creo que, desde ese punto de vista, las ciudades que más se parecen son Santa Marta y Mompós. Detrás de los inmensos ventanales, en las calles de esta última, se oye durante las doce horas del día un instante e inconcluso ejercicio de piano que no puede ser ejecutado sino por una de esas muchachitas soñadoras, de trenzas largas y ojos provincianos, que todavía no saben realmente si están aprendiendo a tocar el piano para este mundo  o para las páginas desoladas de una novelita romántica. En Santa Marta sucede exactamente lo mismo. Y en cada casona antigua, hay una lápida histórica y un ejercicio de piano. Para siempre. Lo más extraordinario del silencio de la capital del Magdalena, es que se conserve intacto, como desde los días de don Rodrigo, a pesar de que nadie parece hacer el menor esfuerzo por conservarlo. En Cartagena se han dictado serias disposiciones policivas con el objeto de borrar los desordenados ruidos de la ciudad. No sé si en Santa Marta se han tomado medidas semejantes, pero lo cierto es que allí no se vocean los periódicos, no suenan las bocinas de los automóviles, ni los transeúntes hacen ruido al andar. Sin embargo, se conserva ese silencio de una manera tan espontánea, tan natural, que más parece obedecer al temperamento de los habitantes que a una disposición de policía. Es como si los samarios estuvieran tan aburridos en su ciudad, que ni siquiera se toman la molestia de perturbar el silencio de su aburrimiento. La bahía misma es serena y apacible. Más que una ensenada propicia para las vacaciones, más que un magnífico fondeadero para los barcos internacionales, la bahía de Santa Marta es una sensación. Una apacible sensación de quietud, de bienestar, de mansedumbre. Podría decirse –por su extraordinaria belleza– que no es un paisaje, sino una ilusión óptica. Y hasta Mercedes de Armas, esa criatura frutal que habita la luz de Santa Marta, es la belleza más reposada y serena que haya podido transitar por el mundo.  

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